A la vida se viene a actuar. Hace poco me dieron un papel nuevo, el de
gladiador, y como buen actor que soy, he indagado un poco sobre el tema. A
pesar de que me gustaría tomar como referencia a un gladiador de la talla de
Espartaco, por ejemplo, o Máximo Décimo (el que caracteriza Russell Crowe en la
película), la triste verdad es que me siento más identificado con un andabatae; eran un tipo de gladiadores
que, pobres desgraciados, además de ser obligados a combatir por ser presos
condenados a muerte, debían hacerlo con un casco sin ranuras, es decir,
totalmente a ciegas y sin escudo ni nada. Les hacían enfrentarse entre ellos.
Imagínense el espectáculo. Por la cara que puso el médico al darme el
diagnóstico, me parece a mí que es más bien algo así lo que me espera. Salí de
la consulta como si nada, como si me hubieran dado reposo durante unos días por
un resfriado mal curado. No fue hasta unas semanas más tarde que empecé a
entender el papel que me había tocado. La gente, familiares, conocidos,
amistades, me decía cosas como «ahora toca luchar», «hay que vencer a la
enfermedad», «ganar la batalla». En las campañas publicitarias se nos trata de
héroes, guerreros y vencedores. ¿Por qué tanto belicismo? Todo este lenguaje me llegó a resultar casi
soez, se me revolvía todo por dentro al leer o escuchar esas palabras, y no era
por la quimio.
Se me ocurrió rechazar el papel, no me hacía a la idea, no me veía, pero
por lo visto no se puede. Te toca y te toca. Yo estaba acostumbrado a otro tipo
de papeles, se puede decir que estaba «encasillado», pero me daba igual. Se me
daba muy bien el de padre permisivo, que deja jugar a la «play» a su
hijo de diez años hasta las tantas, e incluso se pone a jugar con él, por ejemplo,
o el de marido calzonazos tampoco se me daba mal, para qué negarlo.
El caso es que al final uno se acostumbra a todo, y fui entrando en el
rollo bélico, como el que se deja arrastrar por la corriente del río, por no
llevarle la contraria a la gente más que nada. También hay que entenderles; si
les dices que has aceptado con resignación el papel que te ha tocado, que lo de
luchar y vencer no está en nuestras manos porque en realidad no controlamos
nada, se angustian. No llevamos bien lo del azar y la incertidumbre. Es así.
En fin, que le he dicho a mi hijo que el combate final es la semana que
viene, pero que no se preocupe porque cuento con un pequeño ejército de hombres
y mujeres que, por su aspecto (pijama verde, gorro ridículo y mascarilla), no
dirías que vayan a intimidar a nadie, pero que tienen una serie de aparatos,
herramientas y utensilios que, si saben utilizar bien, neutralizarán al enemigo
en un plisplás. Él me ve con dos espadas, armadura reluciente y un casco de
esos que llevan como una cresta de gallo. No le he contado lo de los andabatae al pobre, por no
desilusionarlo. Tampoco le he dicho que al final todo puede acabar decidiéndose
por un pulgar hacia arriba o un pulgar hacia abajo.
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